lunes, 21 de marzo de 2011

ANTICIPANDO LA CRISIS

Soy consciente de que los tres o cuatro incondicionales que siguen con cierta asiduidad mis desvaríos por este páramo habrán percibido un suave descenso en las entradas durante estos últimos meses. Podría excusar tanto abandono aludiendo a las limitaciones de mi intelecto (lo que no es ningún secreto), o a un repentino estado de apatía que hubiera hecho mella en mi organismo. Pero, de hacerlo, estaría faltando a la verdad. Pues no es pereza ni mediocridad lo que ha ralentizado el progreso de este blog, sino todo lo contrario. La tan temida crisis de los cuarenta ha empezado a hacer acto de presencia en un servidor, y desde hace unos meses no es que no quiera hacer cosas, es que quiero hacer cosas nuevas. Diferentes. No sé, siento que necesito plantearme nuevos retos, asumir riesgos que le den un nuevo sentido a mi vida. No quiero decir con esto que desde un tiempo a esta parte haya vivido encerrado en un cuarto de 2 m² para escribir durante quince horas al día la novela del siglo, o arrojar algo de luz sobre la fusión fría o el bosón de Higgs. Mis metas, para qué negarlo, han sido mucho más humildes, pero eso no quita para que juzgue estos últimos meses como un lapso de tiempo regido por el esfuerzo y las privaciones constantes (por no hablar de los innumerables sacrificios familiares). Tal vez por eso ahora estoy en disposición de valorar tanto lo conseguido. Y es que, tras ocho largos meses, he conseguido que mi sueño se haga realidad. ¡Por fin mis tortugas han realizado su primer Castell!


He de confesar que la idea primigenia surgió de modo espontáneo e involuntario, una tarde en casa mientras reproducía en mi portátil un vídeo sobre castells grabado semanas antes en la localidad barcelonesa de Vilanova i la Geltrú, con motivo de la celebración de la “Festa Major”. Recuerdo que yo estaba en la cocina, preparando una ensalada para cenar, cuando al sonido de las “gralles” y “timbals” observé impertérrito cómo los tres galápagos de mi terrario iniciaban un esbozo de agrupamiento vertical. Ustedes me disculparán si no desvelo los detalles técnicos del entrenamiento seguido con las tortugas desde aquel día (entre otras cosas, porque la experiencia ha sido admitida para publicación en una revista ucraniana de etología), pero adelantemos al menos que el mérito es consecuencia del diseño y puesta en marcha de un sofisticado programa de modificación de conducta (sustentado tanto en el condicionamiento encubierto, como en el control estimular y la alteración de los hábitos dietéticos de los galápagos).

viernes, 4 de marzo de 2011

SOJA Y LOMO EN MANTECA

Me dio el punto. Había ingerido tanta porquería durante mi estancia en Londres que nada más poner los pies en casita me propuse empezar a comer sano. Compré lechuga y tomates. Fruta. Hasta puse granos de soja en remojo. Y, justo cuando estaba a punto de iniciar mi particular andadura por los senderos de la alimentación saludable, mi madre se presentó en casa con un tapper enorme de lomo en manteca.  Desde entonces mis desayunos, meriendas y cenas no destacan precisamente por su equilibrio nutricional. Pero, qué diablos, hacía años que no tomaba un buen tazón de café con unas tostadas de lomo en manteca como Dios manda.

martes, 1 de marzo de 2011

LONDRES EN 10 INSTANTES (Y 3)

SIETE: Chinatown (Whitcomb Street): Por 9,95 £ me doy un atracón tremendo de cerdo agridulce en el buffet de un restaurante chino. 


La comida, sin embargo, me sienta tan mal que al cabo de un rato empieza a revolotear por mi estómago, y el malestar ya no cesa hasta que horas más tarde acabo de rodillas frente al váter de mi habitación. Debo señalar (para no faltar a la verdad) que entre el atracón de cerdo agridulce y la posterior pota caen varias Tsingtao y Tiger (suaves cervecitas que hasta entonces nunca había probado).


Eso, por no hablar del curioso botellón que mis simpáticos compañeros de viaje se inventan poco después de la cena en la habitación 39 del hotel. Allí, entre lingotazos de ron con Coca Cola y un montón de chistes pésimos, todos comprobamos que los milagros existen y que las fantasías más calenturientas a veces se hacen realidad, cuando en la ventana de enfrente una morenaza recién salida de la ducha empieza a mostrar sin pudor al mundo entero su hermoso cuerpo mojado. Yo, para qué mentir, desnuda sé que está porque así lo manifiestan mis alcoholizados compañeros, pues entre la situación de semi-aplastamiento contra la ventana a la que soy sometido por estos cuatro energúmenos y las dioptrías que voy acumulando año tras año, ver, lo que se dice ver, no consigo ver una mierda. Así que ahí me tienen, entornando los ojos como un gilipollas, sin lograr distinguir más que un bulto que igual puede ser la vecina que un armario o una cortina, mientras ellos no paran de dar detalles acerca de sus medidas, color de piel y hasta de un piercing plateado que al parecer brilla en su ombligo.


OCHO: Westminster Abbey (Victoria Street). Me encuentro a escasos metros de (lo que queda de) Darwin, Newton o Dickens, y al igual que me ocurrió hace años mientras paseaba en Florencia por las inmediaciones de la Basilica de Santa Croce (donde, entre muchos otros, reposan Galileo, Maquiavelo o Marconi), o me sobreviene cada vez que deambulo de madrugada por la judería de Córdoba (y me topo con la casa donde murió Góngora o vivió Garcilaso de la Vega), pienso en que ya se me podría pegar a mí algo del talento de toda esa gente ilustre, como si la excelencia se contagiara por proximidad. La realidad, sin embargo (pienso mientras ahogo mis penas ante una helada pinta de Strongbow), es que sigo siendo el mismo tipo mediocre de siempre, el mismo individuo gris que llegó a Londres hace unos días con la secreta esperanza de encontrar algunos de los lugares donde habían consumido su vida algunos de sus escritores preferidos. Había leído no sé donde que por toda la ciudad había repartidas más de 800 placas azules que señalaban al visitante curioso las casas donde una vez vivieron gente como Oscar Wilde, Virginia Wolf, Conan Doyle o Freud, de modo que me he pasado casi todo el viaje con tortícolis de tanto mirar hacia arriba, en busca de las dichosas plaquitas azules. Sobra decir que mi fracaso, una vez más, ha sido mayúsculo, y sólo cuando ya me iba camino del aeropuerto logré descubrir una placa en la misma calle del hotel, dedicada a Norman Lockyer (1).



NUEVE: Este instante es la suma de muchos pequeños instantes, materializados en las fotografías que he ido tomando de la ciudad durante estos días. Después de todo, qué otra cosa hace un turista en Londres sino echar fotos como un desquiciado (algunos, en el colmo de su estupidez, hasta las borran sin querer).






 DIEZ:


(1) Ya de regreso en casa, encontré algunos sitios interesantes para localizar muchas de estas placas. Para ver dos de ellos pincha aquí y aquí.

NOTA: Muchas de las fotos que aparecen en este “Londres en 10 instantes” no son mías, sino de mi amigo Sebas, quien no sólo me las ha prestado sino que además se las apañó para rescatar de mi tarjeta todas las que yo había borrado accidentalmente (¡Lo que hacen los ingenieros!). Como las fotografías incluidas en estos últimos tres posts son muchas, llevaría su tiempo señalar una por una su autoría, de modo que simplifiquemos el proceso diciendo que si la foto está bien hecha y es bonita, entonces es suya.