Se mire como se mire no deja de ser un inmenso disparate. No obstante, doy por hecho que quienes de tarde en tarde se acercan por este páramo andan ya curados de espanto y están al tanto de las miserias y bajezas de su excéntrico morador. Aclarado esto, comencemos diciendo que todo explota una mañana de mediados de agosto, cuando el pusilánime de Juan Almohada se levanta con los cables cruzados y le dice a su señora que va a dar una vuelta. “Compra el pan ya que sales”, dice ella, despreocupada, sin percatarse de la mochila que su marido porta al hombro. Pocas horas después Almohada está tomando en Madrid el vuelo “TK1860” de Turkish Airlines con destino a Estambul, que a su vez enlazará de madrugada con el “TK68” para dejarlo, casi veinticuatro horas más tarde, en la bulliciosa ciudad de Bangkok.
Una vez en la calle, el petardeo de los Tuk Tuk, mezclado con el olor a gasoil y a la fritanga de los puestos callejeros, forman una especie de neblina envolvente que, incomprensiblemente, le abren el apetito a nuestro protagonista. Apenas ha andado unos pasos por la animada Soi Phadung Dao cuando se topa con un T & K Seafood.
(Noodles con langostinos).
Con la barriga llena, Almohada se acerca hasta el muelle de Sathon Pier y coge un ferry que lo lleva hacia el norte. Sobre las aguas del Chao Phraya, de un marrón turbio, flotan infinidad de cajas, ramas y restos de comida.
A la altura de Wat Arun, en la orilla occidental del río, Juan se baja y comienza a andar en dirección al templo.
Wat Arun es un templo budista con una imponente torre central de casi cien metros de altura. Lo curioso de este lugar es su peculiar decoración, realizada a base de conchas marinas y trozos de porcelana. Según le escucha contar al guía de un grupo de turistas italianos jubilados, todos estos fragmentos sirvieron originariamente como lastre para los barcos que llegaban a Bangkok desde China.
Por lo demás, el recinto entero está atestado de turistas y estudiantes locales (de unos once o doce años) que, acompañados de sus profesores, están de excursión en el templo para practicar el inglés con los visitantes. Cada muchacho lleva consigo un cuestionario con una serie de preguntas básicas que facilitan la conversación (del tipo: ¿Qué has ido a hacer a Bangkok?, ¿De qué país eres?).
A la salida del templo, Juan Almohada se acerca hasta unos conductores de Tuk Tuk. Precisa de más de un cuarto de hora para pactar el precio por llevarlo hasta el mercado de Maeklong.
Una vez allí, Almohada se dedica a deambular sin prisa por las calles, al tiempo que inicia una concienzuda degustación de cuantos alimentos va encontrando a su paso (puré de copos de arroz con cerdo, sopa de tallarines con ragú de pollo, pinchos de cerdo a la plancha…).
De postre reúne valor y compra una bolsita de gusanos fritos. Como dicen en su pueblo: “para bajar el graso”.
Todavía se está llevando el primero de estos tiernos invertebrados a la boca cuando advierte a su alrededor una especie de revuelo que, sin embargo, parece desarrollarse a cámara lenta. Y es que, casi con desidia, los vendedores han comenzado a replegar sus puestos ambulantes hacia el interior, y donde hace unos segundos había un mercado ahora sólo se ve una vía sucia y oxidada. Entonces, precedido por un batallón de turistas europeos y norteamericanos con sus videocámaras preparadas, un tren amarillo hace su aparición en un recodo del mercado. El desconcierto de nuestro protagonista ante lo inverosímil de la situación es tal que hasta se olvida de fotografiarlo. En su lugar colgamos este vídeo encontrado en internet:
Durante las horas siguientes Almohada prosigue su recorrido por la ciudad. Bien caída la tarde se detiene en un estrecho canal. Desde allí las vistas dejan entrever la parte trasera de un grupo de casas y tiendas. Según nos contará luego, este lugar le trae a la memoria el patio de la casa en la que se alojó durante su fructífera y apacible estancia en Bury, hace ahora tres años.
(Aspecto del patio trasero de la vivienda de Bury, Lancashire)
A escasos metros del canal se topa con un mercado flotante. Entre las barquitas repletas de frutas y hortalizas, cientos de peces, grandes como brazos, pugnan por los desperdicios que sin cesar arrojan los comerciantes.
La sola idea de tropezar y caer de cabeza al canal inquieta a Almohada hasta el punto de salir de allí pitando. Poco a poco ha ido anocheciendo y ha comenzado a llover. La actividad en Chinatown, sin embargo, sigue siendo frenética.
En un local cercano ve anunciado masajes de ictioterapia. Comprende en el acto que esta es una oportunidad única que le brinda el destino para superar su recién adquirida fobia a los peces. Entra. En la siguiente media hora cientos de garra rufa dan buena cuenta de las callosidades de sus agrietados talones.
Cuando sale no hay rastro de la lluvia. Ni de su ictiofobia. Pero la noche en Bangkok no ha hecho sino empezar. La calle Yaowarat bulle. El rostro de Bhumibol Adulyadej (rey de Tailandia, desde mediados del siglo XX) inunda toda la ciudad (hablando por teléfono, leyendo, con su familia...).
Bajo su atenta mirada, Almohada se adentra en Charoen Krung. Nada se sabe de él hasta mediado el día siguiente.