martes, 30 de julio de 2013

COSAS DEL DESTINO


(1)
Que nuestras vidas están gobernadas por un misterioso e inexorable destino es algo de lo que tengo constancia desde pequeño.

Si no me crees, espera a leer lo que me ocurrió el otro día.
Verás: ya he contado con anterioridad que llevo bastantes años sin hacer planes para el verano. De ese modo la decepción cuando llega septiembre es manejable. Pese a todo, no me apetecía dejar pasar todo julio y agosto sin hacer algo especial. Aunque fuera insignificante. Y qué mejor cosa, me dije, que leer por fin un libro de verdad. A estas alturas del año uno está ya saturado de tipejos como Foster Wallace o Jean-Philippe Toussaint, generadores de bodrios tan insulsos y minoritarios que apenas si leen con suerte (o eso dicen) mil personas en todo el país. Qué diablos, me apetecía leer algo de literatura con mayúsculas, avalada por millones de lectores en todo el mundo. Yo qué sé… lo último de María Dueñas, cualquiera de Ken Follett. Al final (tras darle muchas vueltas) llegué a la conclusión de que si ha habido en estos últimos años un libro bueno de cojones ha sido sin duda “El código da Vinci”, un verdadero pelotazo que (según tengo entendido) allanó en su momento el camino a un puñado de títulos que hoy se nos antojan imprescindibles. De hecho, he leído por ahí que no eres nadie si no has devorado las obras completas de Stieg Larsson o E. L. James, lo que en mi caso constituye la constatación irrefutable de mi ignorancia lectora. Entre nosotros: no se lo contéis a nadie, pero se me cae el alma al suelo cada vez que piso el domicilio de algún amigo y me topo de sopetón con la librería de su salón, atiborrada de obras inmortales como la trilogía de “Cincuenta sombras de Grey” o la de “Millenium”. Libros imprescindibles donde los haya, intemporales, del grosor todos del rabo de Nacho Vidal...
—Pero… ¿Te los has leído todos?
—Claro, jeje. Y algunos dos veces.
Y yo, que quieres que te diga, en ese momento envidio tanto a mi amigo, lo odio tanto por hacerme sentir un ser insignificante y mierdoso a su lado, que quisiera que las baldosas de mármol travertino de su salón se abriesen y me engullesen sin misericordia y para siempre.


(2)
Pero, permitidme que prosiga con lo que quería contaros, pues lo cierto es que a pesar de todos estos remordimientos generados por mi supina mediocridad, el verano avanzaba y yo iba demorando un día tras otro la adquisición del celebrado libro de Dan Brown. En su lugar, consumía mi existencia tirado a la bartola en la piscina municipal, enfrascado en la enésima relectura de “Conversación en La catedral (qué simplicidad, Dios santo), o pintando habitaciones y montando muebles de Ikea para el dormitorio de mis pobres vástagos.
Sí, amigo, así estaba hasta que el destino vino a mí.
Y de qué manera.
Todo sucedió hace apenas una semana, mientras disfrutaba de unos días de asueto en Vilanova i la Geltrú. En esta localidad barcelonesa vive casi toda mi familia materna, motivo por el que suelo frecuentarla cada tres o cuatro años. Esta última vez, sin embargo (cada vez somos más y la hospitalidad tiene un límite –aunque sea físico-), tuvimos que alquilar un apartamento durante nuestra estancia allí. Cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que en el mueble del comedor descansaban un centenar de libros.
Entre ellos “Agosto 1914” de Alexandr Solzhenitsin.


Buena lectura para la playa, pensé, mientras abría el cajón del minibar con la esperanza de que la dueña, además de novelas, también nos hubiera agasajado con alguna buena botellita de ron. En su lugar lo que me encontré fue esto:
 

No es broma.
Y encima en inglés.
Si eso no es una señal del destino ya me contarás…




(3)
Pero a mí no me gustan las cosas impuestas. Por cojones. Para que te hagas una idea, soy de los que en clase no obliga a los niños a leer porque entiende que esta actividad debe ser un placer y no una simple asociación del texto con la conjunción “y”. “Lee y haz un resumen”. “Lee y extrae las ideas principales”. “Lee y contesta a estas preguntas”. Tu puta madre. Y lo que no quiero para mí no voy a quererlo para mis muchachos. Por ese motivo volví a meter a Dan Brown en el armario, eché la llave y me largué a la playa con el tocho de Solzhenitsin bajo el brazo.
Que la cosa iba en serio lo supe casi inmediatamente, apenas tendí la toalla sobre la arena.



(4)


De modo que ahí me tienes desde entonces, acojonado, con un diccionario de japonés al lado y el traductor de google a pleno rendimiento, intentando descifrar la historia de Brown en el idioma del país del sol naciente.

Lo demás puede esperar, oye.
No pienso contrariar una vez más a mi implacable destino. 




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