Seré sincero: “La pesca de la trucha en América” no va a ser el mejor libro que lea durante este verano. La sombra de autores como Cicero, Houellebecq o (desde hace un par de días) Bolaño está siendo muy alargada, pero esto no significa que no haya disfrutado con esta ¿novela? y que por momentos no la haya leído con sorpresa e interés.
(“La pesca de la trucha en América”, de RICHARD BRAUTIGAN. Ed. Blackie Books. 157 páginas) |
Richard Brautigan nació en Tacoma (Washington) en 1935 y, por lo que parece, no tuvo una infancia fácil: algunas penurias económicas, numerosos padrastros y más de un problema con la ley mientras deambulaba con su madre y su hermana pequeña por el noroeste de Estados Unidos.
Como otros muchos escritores, Brautigan conoció el fracaso y luego el éxito y la fama (“La pesca de la trucha en América” fue un auténtico pelotazo, y desde su publicación en 1967 se han vendido más de cuatro millones de ejemplares), un éxito y una fama que terminaron devorándolo y a los que intentó sobreponerse a base de hectolitros de alcohol y la compañía de un 44 Magnum con el que finalmente se quitó la vida en 1984, a los 49 años.
He de decir que la lectura de “La pesca de la trucha en América” me ha recordado bastante a una road movie, a una de esas historias de carretera tan características de muchos autores de la beat generation. No en vano, Brautigan formó también parte de este movimiento literario. Aunque, claro, más que coches y carreteras, lo que el lector va a encontrar aquí son parajes y senderos que llevan hasta arroyos donde lanzar el anzuelo con garantías de éxito. Porque eso es “La pesca de la trucha en América”, un viaje por la América rural que sirve a Brautigan como excusa para contarnos su particular visión del mundo a través de un puñado de anécdotas nimias e intrascendentes, a veces divertidas y en ocasiones absurdas. Un viaje como el que el propio escritor realizó con su familia en 1961 a Stanley (Idaho), en el transcurso del cual escribió esta obra.
Por todo ello, es fácil que el lector termine hallando en “La pesca de la trucha en América” todo excepto aquello que en un principio buscaba. Pues eso es esta novela: un sinsentido constante, ingenioso y original, que sin embargo acaba dejándote un regusto agrio, triste como el final del autor, cuyo cuerpo no fue encontrado hasta un mes y pico después de haberse volado la tapa de los sesos.
Dejo a continuación un fragmento de “La pesca de la trucha en América”. Posiblemente, mis párrafos preferidos:
En el escaparate había también hamacas de selva para los parientes lejanos, y bidones de seis litros de esmalte por un dólar y diez centavos para otros seres queridos.
En otro gran cartel ponía:
SE VENDE ARROYO TRUCHERO USADO
HAY QUE VERLO PARA APRECIARLO
Entré y me quedé mirando unos faroles de barco que tenían de oferta junto a la puerta. Un dependiente se me acercó y con voz agradable me preguntó: “¿le puedo ayudar en algo?”.
-Sí -le dije-. Me interesa ese arroyo truchero que tienen a la venta. ¿Qué me puede contar de él? ¿A cómo lo venden?
-Lo estamos vendiendo a tanto el metro. Puede comprar un cachito, o si prefiere llevarse todo lo que nos queda. Esta mañana ha venido otro cliente y se ha llevado 171 metros. Se lo quiere regalar a su sobrino por su cumpleaños –me explicó el dependiente.
-Las cascadas las vendemos por separado, claro, y los árboles y los pájaros, las flores, la hierba y los helechos son también extras. Los insectos los incluimos de regalo por una compra mínima de tres metros de arroyo.
-¿Y a cuánto sale el arroyo? –pregunté.
-A diecinueve con cincuenta el metro –dijo. Eso los primeros treinta metros. A partir de entonces son quince dólares por metro.
-¿Cuánto por los pájaros? –pregunté.
-Treinta y cinco centavos cada uno –dijo. Pero son de segunda mano, claro. Van sin garantía.
-¿Qué ancho tiene el arroyo? –pregunté. Me dijo que lo vendían a lo largo, ¿verdad?
-Sí –dijo. Lo vendemos a lo largo. El ancho oscila entre el metro y medio y los tres metros treinta. No se paga extra por el ancho. No es un arroyo muy grande, pero es muy agradable.
-¿Qué animales tienen? –pregunté.
-Sólo nos quedan tres ciervos –dijo.
-Oh. ¿Y flores?
-A docenas –dijo.
-¿El arroyo baja claro? -pregunté.
-Caballero –me dijo el dependiente-. No me gustaría que se llevase usted la impresión de que aquí vendemos arroyos trucheros turbios. Siempre nos aseguramos de que el agua corre cristalina antes de empezar siquiera a pensar en desplazarlos.
-Este arroyo, ¿de dónde ha salido? –pregunté.
-Colorado –me dijo-. Lo hemos trasladado con verdadero cuidado. Aún no se nos ha estropeado ningún arroyo. Los tratamos como si fueran de porcelana.
-Seguro que cada vez le preguntan lo mismo, pero ¿qué tal es la pesca en el arroyo? –pregunté.
-Muy buena –dijo-. Casi todo trucha común, pero hay unas cuantas irisadas.
-¿Por cuánto venden las truchas? –pregunté.
-Van con el arroyo –dijo-. Evidentemente, todo es cuestión de suerte. Nunca puede saber cuántas le van a tocar, ni lo grandes que son. Pero la pesca es buena, podría decirse que excelente. Con cebo y con mosca seca –dijo sonriente.
-¿Dónde tienen el arroyo? –pregunté-. Me gustaría echarle un vistazo.
-Está en la parte de atrás –dijo-. Salga por esa puerta y vaya hacia la derecha hasta salir a la calle. Está amontonado en tramos, no tiene pérdida. Las cascadas están arriba, en la sección de fontanería usada.