sábado, 30 de julio de 2011

CONSEJOS

No soy muy dado a pedir consejo a los demás, y mucho menos a darlos. Eso no quita para que, en aquellas ocasiones en las que algún amigo se muestra demasiado pesado o reincidente, pueda llegar a resultar bastante claro y borde en mis opiniones. Tanta franqueza, con el paso de los años, la he pagado con la pérdida de varias amistades, que en su momento se molestaron al escuchar lo que yo pensé que debían oír en lugar de lo que ellos querían escuchar. Supongo que algo tendrá que ver en todo esto la concepción de amistad que cada uno baraja (en la mía, por lo menos, no figura ninguna cláusula que me obligue a regalarle los oídos a los amiguetes cuando éstos se equivocan). Al fin y al cabo todo el mundo la caga. Y la mierda, por más que la ignores, no desaparece nunca por arte de magia. Puede que todo esto no sea sino una consecuencia más de (como suele denominarlo Javier Marías) la infantilización de nuestra sociedad. Lo cierto es que, nos guste o no, somos dueños/responsables de nuestros actos, de cuanto nos pasa, y tal vez por eso no hay mejores y más justas bofetadas que las que cada uno se va ganando cada día con el sudor de su frente. Por otro lado, no es extraño aislar en muchas de esas situaciones en las que gustamos de pedir consejo o ayuda a los demás (a poco que uno escarbe) el germen de la culpa. Agazapado. Tal vez eso explique por qué desde siempre me han gustado tanto las historias de tontos de los cojones que van, meten la pata y piden consejo luego a los amiguetes o a algún otro tipo de confesor, con la esperanza de que estos alivien su sentimiento de culpa, les den dos palmaditas en la espalda y les digan tranquilo, chaval, tira p´alante y aquí paz y después gloria. Sólo que, en lugar de consuelo, lo que reciben los imbéciles son un puñado de hostias como panes (dialécticas, se entiende). Por gilipollas. Un par de ejemplos de esto (suavitos) acabo de leerlos en “La calle Saturn”, uno de los tres relatos que componen “Arkansas” (Anagrama. 1997), de David Leavitt. Este libro no figura entre los ocho o diez que me llevaría a una isla desierta en caso de catástrofe nuclear, pero encierra algún que otro pasaje, protagonizado por la doctora Delia, que ejemplifica a la perfección lo que intento transmitir. Resumamos el primero de ellos diciendo que la tal Delia trabaja en una emisora de radio como consultora sentimental, cuando recibe la llamada de Gwyn, de Calabasas: 

―Hola, doctora –dijo Gwyn-. Mi problema es el siguiente. Estoy divorciada, tengo cuarenta y nueve años y me he enamorado de un chico más joven.
―¿Cuánto es más joven?
―Veintitrés años.
―Vaya, eso sí que es más joven.
―Sí. Y el problema es que lo he conocido porque, bueno, salía con mi hija. Bueno, nada serio. El caso es que nos enamoramos y ahora mi hija no me dirige la palabra.
―¿Y te sorprende que no te dirija la palabra?
―Bueno, la verdad es que sí.
―¿Por qué?
―Es mi hija. Siempre habíamos estado muy unidas.
―¿Consideras que has sido una buena madre, Gwyn?
―Sí.
―¿Una buena madre humilla a su hija largándose con un tipo al que le dobla en edad y que resulta que es su novio?
―Bueno, no estoy segura.
―Piénsalo. Y de paso mira la palabra “furcia” en el diccionario.

El segundo fragmento, protagonizado también por la genial doctora Delia, tiene como interlocutora a Trish, de Covina Oeste. Dice así:

―Tengo un problema, doctora ―decía Trish―. El otro día pesqué a mi marido, Todd, coqueteando con mi mejor amiga.
―¿Cuántos años tienes?
―Veinte.
―¿Y cuántos años tiene Todd?
―Veintidós.
―Ajá. ¿Hijos?
―Sí, dos niñas. Kirsty, de tres años, y Tiffany, de seis meses.
―¿Y cuánto tiempo salisteis Todd y tú antes de casaros?
―No entiendo qué tiene eso que ver….
―Respóndeme a lo que te pregunto. ¿Cuánto tiempo salisteis Todd y tú antes de casaros?
―Bueno, salimos unas tres semanas, luego estuvimos viviendo juntos unas seis semanas y luego….
―Espera un minuto. ¿Lo estoy oyendo bien? ¿Tienes veinte años y te casaste con un chico al que sólo conocías desde hacía nueve semanas? ¿No te parece que eso es una estupidez?
Al otro extremo de la línea, el atónito silencio se hizo casi palpable.
―Bueno, no. Nos queríamos…
―Os queríais. Vaya, qué romántico…

martes, 26 de julio de 2011

TRES INSTANTES: BASILEA

Los que de vez en cuando os dais una vuelta por este páramo sabéis que no soy de los que utilizan diez palabras para expresar algo que bien podría decirse con tres o cuatro. Si a eso añadimos que lo que hoy quiero dejar aquí es el bosquejo amable de una ciudad (la primera de las tres que he visitado recientemente) y que soy un pésimo guía turístico, entenderéis que me limite a colgar tres o cuatro vídeos de algunos de sus lugares más emblemáticos.

Eso no quita para que más tarde (una vez subidos todos los vídeos) me anime y haga alguna síntesis de las curiosidades vividas en tierras suizas y francesas (en no pocos casos, auténticas catetadas que han dejado al descubierto, como decía Cela, “el pelo de la dehesa” de un servidor). Pero no prometo nada. Es increíble que esté de vacaciones y tenga menos tiempo libre que cuando trabajo.

Hoy, para empezar: Basilea. Servíos vosotros mismos.


(Vista desde Oberer Rheinweg)


(Vista desde Spalenvorstadt)


(Vista desde Marktplatz)

jueves, 14 de julio de 2011

IMPULSOS


De vuelta en casa. Las siete de la tarde. Vigilo a mi cría mientras se da un chapuzón en la piscina de plástico que hemos inflado en el patio. Sin apenas éxito echo de vez en cuando un vistazo al libro de Bourdieu con el que ando liado estos días (más para comprobar las gotas nuevas de agua que hay en sus hojas que para subrayar el párrafo siguiente). En un momento dado levanto la vista del texto y me quedo mirando al frente. Lo que veo ya no es el mar ni las palmeritas ni las gaviotas que hace unos días sobrevolaban la urbanización de Torrevieja al amanecer.


En lugar de eso tengo un muro enorme que apenas me deja ver el cielo, un campo de frontón que nadie utiliza y que, observado con detenimiento (con esas verjas metálicas en la parte superior y esa torreta de luz al fondo) se asemeja más a un centro penitenciario que a un recinto deportivo.  


Con la extraña sensación de estar preso con mi familia dentro de mi propia casa, arropo a la niña con su toalla de Bob Esponja y le pido que busque a mama y le diga que venga. “Me han dicho que los bollos suizos, como en Suiza, en ningún sitio”, les digo. 

De modo que, si se dan ustedes una vuelta por aquí en los próximos días, no se olviden de regar los cactus y de dar de comer a las tortugas.

jueves, 7 de julio de 2011

UNA CENA PARA RECORDAR


(UNO)

A simple vista parecen una pareja normal, cenando en un restaurante normal del paseo marítimo de Torrevieja. Luego, cuando uno afina el oído y empieza a prestar atención a ciertos detalles, la situación se torna espeluznante. Bastará con saber que tanto él como ella deben de rondar los cincuenta, están casados (1), disfrutan de sus últimos días de vacaciones en Torrevieja (2) y les están infringiendo un rollo insufrible a una pareja de jóvenes guiris que (me juego a mi vieja) no van a olvidar esta cena en sus vidas. Sobra decir que los tortolitos (digamos que -por lo buena que está ella, por lo rosa que está él- parecen suecos) no son muy duchos en la lengua de Cervantes. Al chico (que está sentado enfrente, dos mesas por delante mía) no lo veo abrir la boca en toda la cena sino para esbozar una sonrisa de asentimiento que se va transmutando en una mueca forzada y vacía a medida que avanza la noche. La chica, en cambio, parece más comunicativa, y además de mover su cuello de arriba abajo de un modo compulsivo y frenético deja escapar de cuando en cuando algún lacónico “”, asociado siempre con un repertorio sofisticado de risitas tímidas y resignadamente asertivas.

Como la brisa agradable que llega del mar (3), el flujo de la conversación del matrimonio va y viene, lo que me impide captar la totalidad de su contenido. Por ejemplo, matices tan interesantes como los conectores (enlaces que dan fluidez al diálogo y permiten a los interlocutores trasladarse de un tema a otro con aparente naturalidad). Pese a todo, logro apuntar en mi móvil algunos extractos de este discurso memorable, los cuales dejo a continuación:

…que una cosa os quede muy clara: la iglesia miente; la ciencia no. (esta afirmación es la que me pone sobre aviso, la que me dice: “Almohada, pega la oreja que aquí hay tomate”).

…pero hoy, con los tiempos que corren, con el español y el inglés vas a todos lados.  (esto, al igual que el resto de la conversación, lo dicen hablando más alto, más despacio y moviendo mucho las manos, como si la combinación de todos esos factores incrementara de modo significativo su competencia lingüística. O como si el sueco fuera como el español, aunque hablado más alto, más despacio y siempre acompañado de exagerados aspavientos motrices).

…porque las colonias de España en la época de Felipe II eran el mundo. O sea: el mundo. (yo, qué quieren que les diga, desconfío bastante de la gente que, al hablar, utiliza la expresión “o sea” para repetir exactamente lo mismo que acaba de decir. No sé…, me parece una actitud dogmática por cuanto elimina toda posibilidad de discusión (y, por tanto, de diálogo). Algo similar me ocurre con los que usan con idéntico fin expresiones como “de hecho…” o la más rotunda “y punto”. En muchos de estos casos, el uso compulsivo de estas coletillas suele esconder una latente (aunque manifiesta) estrechez mental y argumental, de ahí que cuando advierto en una conversación una profusión notable de “o seas”, “de hechos” y/o “y puntos”, acompañada de un aluvión de datos escupidos sin ton ni son, no puedo evitar imaginarme a esa persona ojeando la Quo mientras defeca (4).

 …lo que no hagas hoy, mañana te arrepientes. (pensamiento profundo donde los haya, sobre todo cuando sale de los labios del verdugo que te está torturando).

mi marido y yo somos de Torremormojón,  Castilla y León. (para mí, sin duda, la mejor captura. A ver, es como si esa pareja de suecos casi prepuberales fueran y les dijeran a ustedes que son de Hudiksvall o de Söderhamm. Ubiquen eso (así, a bote pronto) en su mapa mental si tienen narices).



(DOS)

Un aspecto interesantísimo (de hecho, es lo que en un primer momento llama mi atención sobre ellos) es el modo en que el matrimonio invade el espacio personal de la tierna pareja mientras lo martiriza con su dialéctica insoportable. Esta flagrante y continua violación de su zona íntima es, desde mi punto de vista, una fantástica muestra del repertorio enorme de matices que encierra el comportamiento humano (5). Por esbozar sólo algunos detalles, digamos que ambos tienen la silla orientada hacia los jóvenes, casi en mitad del pasillo (con el consiguiente estorbo para el tránsito del resto de camareros y clientes). Constantemente les tocan los hombros y las manos. Hay un momento en que sus caras están tan cerca que el humo de sus cigarros (ambos fuman sin parar) y las micropulverizaciones de baba hacen encogerse al joven sueco hasta extremos que casi lindan con el contorsionismo. Por si esto fuera poco, el tono de voz tampoco ayuda (si yo puedo oír lo que dicen los torrejanos a varios metros de distancia, en mitad de un restaurante lleno hasta la bola que da a un paseo marítimo a reventar en esos momentos de gente, es fácil imaginar el volumen al que debe percibir la pareja de guiris las palabras de estos quemasangres).



(TRES)

Pero, de verdad, si cuento todo esto no es sino por la metamorfosis tan impresionante que tiene lugar en la conducta del matrimonio mayor, una vez que los suecos consiguen pagar y huir despavoridos. Todavía se distingue la silueta de los dos jóvenes a lo lejos cuando la pareja de Torremormojón, afectivamente hablando, ya se encuentra a millones de kilómetros de distancia el uno del otro. El lenguaje corporal, como hace un momento, es ilustrativo. Los cuerpos muestran ahora posturas claras de evitación. Las miradas siguen trayectorias opuestas, pululan  en una franja inaccesible e inhóspita donde sólo parecen tener cabida sentimientos como el desprecio, la apatía o el odio. Ambos no intercambian ni una sola palabra en el cuarto de hora largo que transcurre hasta que finalmente pagan y se levantan de la mesa. Yo (todavía no sé muy bien por qué) respiro aliviado al verlos salir. Y me quedo así, como alelado, viéndolos marchar, pensando en que cabrían casi dos coches entre esas manos que llevarán dios sabe cuántos años sin caminar entrelazadas. Manos, cuerpos, personas que, como decía una canción mítica de La Especie, tal vez lleven demasiado tiempo alimentándose de “sueños nacidos de mentiras compartidas”.



NOTAS:

(1)   Aprovechando una visita de la mujer al cuarto de baño logro distinguir con claridad una alianza en su anular derecho. Por el contrario, me resulta imposible atisbar en el hombre algún anillo de casado. No obstante, es él quien me proporciona la prueba definitiva de que ambos son matrimonio, cuando en un momento de la conversación/monólogo saca la cartera del bolsillo trasero de su pantalón y les enseña a los jóvenes unas fotografías de quienes tanto él como ella identifican con todo lujo de detalles (a) como sus vástagos.

a.      Sus nombres, lo que han estudiado, en qué trabajan, donde viven, cómo son sus casas, cuántos hijos tienen, cómo se llaman, a qué colegios van… ¿sigo? En fin… ya les dije que lo de esta pareja era tremendo.

(2)   Se marchan el miércoles (así se lo hace saber ella a un camarero, poco antes de pagar), para descanso de toda la población torrevejense (empadronados y turistas).

(3)   ¡Dios, que oración más cursi! Con esto (parafraseando a P. I. Miñano) he tocado roca madre. Y como veo que se me puede hacer de noche, mejor no hurgo…

(4)   Quién sabe si con la escatológica esperanza de poder excretar más adelante todos esos datos pseudocientíficos en el pestilente charco de mierda en el que han debido convertir su anodina vida social.

(5)   Para mí, psicología en estado puro. Lo curioso es que estoy escribiendo esto y pienso en que yo jamás estudie cosas como esta en la facultad de psicología. De ahí mi pregunta: ¿qué narices se estudia entonces en la facultad de psicología?. Si esto no es psicología, ¿qué es entonces psicología?