domingo, 31 de octubre de 2010

COINCIDENCIAS VARIAS

Como a todo el mundo, pienso, me persigue el azar. La casualidad. O, usando un término más de mi agrado, las “coincidencias”. Tal vez por eso me gusta tanto “La música del azar” de Auster. O la historia de las ciencias, repleta de jugosos ejemplos en los que lo accidental ha resultado determinante para muchos descubrimientos y avances científicos (desde la penicilina o el principio de Arquímedes hasta el velcro o muchos fármacos psicoactivos). Ahora mismo son las dos de la madrugada (1) y mi atención se reparte entre la A5 (que veo desde la ventana del hotel de Alcorcón donde vivo desde hace unos días) y las primeras páginas de Nocilla Lab que, curiosamente, giran en parte alrededor de una traducción al portugués de “La música del azar”.


Es en esta habitación de hotel donde horas antes me he enterado de que uno de los partidos de copa que faltaban por disputarse hoy era, vaya coincidencia, el Alcorcón-Athletic. A eso de las doce y pico salgo del hotel, con la sana intención de comprar una entrada en las taquillas del estadio, cuando me topo en la puerta con los jugadores del Bilbao bajando del autobús oficial, jaleados por decenas de fans contenidos tras las vallas protectoras.


Por la noche, tras finalizar el partido (30 euros, 0-1 y un vecino de asiento con tendencia a ambientar todos los insultos a los jugadores rivales en el mundo de los caracoles (2)) llego al hotel y llamo al ascensor. Estoy pensando que no me gusta nada el juego de los equipos que suele entrenar Caparrós cuando se abre el ascensor y aparece el propio Caparrós. El mundo es un pañuelo, pienso mientras entro en el ascensor con mi esposa y mi hijo pequeño, que deleita al entrenador del Athletic con uno de sus llantos espectaculares, y estoy pensando esto cuando me viene a la memoria una situación similar, vivida a finales de julio en Almagro, durante una representación de “El condenado por desconfiado”. En esa ocasión yo estoy sentado en una butaca del Hospital de San Juan, esperando el inicio del drama de Tirso de Molina, y mi mente no para de darle vueltas a una novela que acabo de leer hace apenas una hora. Esa novela es Alba Cromm, de Vicente Luis Mora, y durante los minutos siguientes mi pensamiento va saltando de la subcomisaria Cromm a algunos versos de Tiempo (poemario que también he leído hace poco y que, como la novela, me parecen muy interesantes), y de ahí al propio autor, con el que llegué a coincidir en contadas ocasiones en Palma del Río y Córdoba hace un siglo. Mientras una voz femenina informa al público que faltan tres minutos para que comience la representación, yo evoco el interés y la curiosidad con que solía leer las columnas que por entonces escribía en el diario de la capital aquel muchacho que era vecino de Dani, el guitarrista del grupo de rock donde un servidor aporreaba sin piedad (y, todo hay que decirlo, muy poco provecho) el bajo, y pienso en las vueltas que da la vida y en qué lejos quedan ya los días vividos en Palma del Río para mí, y no digamos para el autor de Alba Cromm, que desde hace algunos años reside en Albuquerque (Estados Unidos), cuando giro la cabeza y me lo encuentro sentado tres filas más atrás, con la mirada perdida, tal vez retraído en sus cosas como hace un segundo yo lo estaba en las mías.

Fue justamente mi amigo Dani quien me envió casi dos años antes (el 1 de agosto de 2008) un breve aunque afectuoso email en el que me informaba que en nuestro antiguo local de ensayo comenzaban ese día unas obras que lo iban a transformar en breve en varias oficinas. Adjuntas a su correo electrónico me mandaba unas fotografías tomadas recientemente por él en el local, y en ellas la cochera aparecía no muy distinta a cuando dejamos de frecuentarla, hace casi quince años. Me bastó un rápido vistazo al grafiti del guitarrista (que con tan poco tino yo había pintado en una de las paredes del local) para caer en la cuenta de la coincidencia: aquel heavy desmelenado había sido realizado el 1 de agosto de 1990, exactamente dieciocho años antes de que una cuadrilla de albañiles lo sepultara bajo una capa de yeso, convirtiéndolo en una ruina, en una capa más de mi mediocre historia personal.


Apenas un mes después de recibir el email de mi amigo pasé una temporada en Bury, una ciudad próxima a Manchester. La noche antes de volar hasta allí estuve buscando en Internet información sobre esta ciudad, y casualidades (o caprichos) de Google, acabé en el blog de Javier Marías, en concreto leyendo una entrada en la que hablaba de Richmand Crompton, la creadora del célebre “Guillermo Brown” (o, como se conoce en Inglaterra, “Just William”). Pues bien, dos días después, en uno de mis primeros paseos matutinos (en los que mantenía un enorme paraguas en una mano mientras tiraba del carrito de mi hija con la otra) descubrí que esta escritora vivió durante casi 20 años a apenas unas casas de la que ahora era mi hogar.



Y hablando de hogares… En la estación de Benalmádena me encontraba todas las mañanas con una preciosa chica pelirroja que, como yo, cogía el cercanías a Málaga para ir a la facultad. Nunca supe su nombre ni en qué carrera estaba matriculada. El caso es que daba igual el tren que yo cogiera; ella siempre estaba allí, en la estación, esperando. Era sin duda una bonita forma de comenzar el día cuando todavía faltaban horas para que se hiciera de día, la visión de un rostro maravilloso que una mañana desapareció para siempre y que fue el causante de uno de mis primeros relatos impublicables que (no podía ser de otra manera) se titulaba “Coincidencias” (3).

Supongo que podría seguir narrando numerosas casualidades que en momentos puntuales han marcado, o incluso guiado, mi vida. No obstante, y para finalizar, diré sólo que el azar ha tenido mucho que ver en que hoy viva donde vivo y sea lo que soy.


PD: hoy estaba en el parking del Hospital Sur de Alcorcón, esperando dentro del coche a que regresara mi mujer. Le estaba poniendo el termómetro al bebé (que al parecer se ha resfriado durante estos días de locura) cuando he divisado a apenas dos metros del coche a mi vecino de asiento en el Alcorcón-Athletic (aquel que tenía querencia a insultar al colegiado y a los jugadores del Bilbao con metáforas de moluscos gasterópodos), adentrándose en la cafetería del hospital con su impoluto uniforme de celador.

 
(1) Como casi siempre escribo por rachas. Eso hace que entre las primeras líneas de este post y las últimas disten varios días de distancia.

(2) Sirvan como ilustrativos ejemplos su “árbitro, eres como un caracol: baboso, cornudo y arrastrao” o el no menos ingenioso “Llorente, tienes más cuernos que un saco de caracoles”.

(3) Una versión mini de “Coincidencias” (aunque no por ello menos espeluznante y vergonzosa) puede leerse aquí.

domingo, 10 de octubre de 2010

MARIO VARGAS LLOSA


Si ahora mismo elaborara una lista con mis diez libros favoritos, estoy seguro de que, al menos, habría tres de Vargas Llosa. Por eso me ha alegrado tanto la concesión del Nobel al conjunto de su obra. Soy consciente de que toda elección es subjetiva (ni consagrando cada segundo de mi vida a la lectura podría abarcar sino una ínfima parte de los libros que debería leer para que mi juicio fuera ecuánime e imparcial), pero que después de tantos años leyendo de modo enfermizo uno recuerde con claridad el lugar y las circunstancias que rodearon la lectura de determinados libros, es para mí sinónimo de calidad literaria. Dicho esto, y a modo de ejemplos, recuerdo que “La guerra del fin del mundo” la leí de madrugada, en pleno invierno, mientras desandaba aterido de frío el camino hasta mi nueva casa manchega. Dando tumbos de farola en farola, más bien parecía un borracho a la caza de algo de luz que iluminara aquel tomo de letra diminuta que casi me cuesta la vista. Por su parte, “Conversación en La Catedral” (con seguridad la mejor novela que he leído hasta hoy) la descubrí de refilón mientras veía “Fresa y chocolate”, la compré un día después en Córdoba y la devoré sin descanso en la terraza del pequeño estudio de Benalmádena donde por entonces vivía (y, a duras penas, estudiaba). Como digo, sólo son dos ejemplos, pero adquieren valor si tenemos en cuenta que quien los recuerda es un ser de memoria quebradiza que apenas si sabría enumerar con mínimas garantías de éxito los títulos y autores que ha leído durante los últimos dos meses.

Lo cierto es que con el paso de los años me ha ido pasando con los libros como con las ciudades. Volver a ellos/as ha sido casi siempre sinónimo de desilusión. Con Vargas Llosa, sin embargo, cada relectura activa nuevos interrogantes que reestructuran y amplían el universo narrativo que el autor recrea en cada obra.

Justo estoy terminando de anotar estas divagaciones cuando el cartero deja en el buzón de casa el último número de la revista Quimera. En ella Jaime Rodriguez Z. firma una entrevista con Mario Vargas Llosa en la que, además de hablar de su nueva novela, argumenta por qué debemos dejar en paz al escritor. No lo tendrá fácil, pienso, a partir de ahora.


CUATRO DÍAS DESPUÉS: A veces, cuando entrevistan a escritores consagrados de edad ya respetable, algunos periodistas se muestran muy interesados en saber hasta qué punto estos narradores están al tanto de lo que escriben sus compañeros de profesión más jóvenes. Así, a bote pronto, he visto esta pregunta escrita en entrevistas realizadas a Delibes, Cela y, durante estos días, al propio Vargas Llosa. He tardado cuatro días en publicar esta entrada, y en parte he dejado pasar ese tiempo a posta. Quería ver en cuántos de los blogs literarios que frecuento aparecía algún comentario o reflexión sobre la concesión del Nobel a Vargas Llosa. La indiferencia ha sido total. Durante estos días las entradas en esas bitácoras han estado mayoritariamente centradas en el “autobombo” (me han dado tal premio, presento mi libro en tal sitio) o en comentar (cuando no criticar) la reciente lista elaborada por la revista Granta con los que, a su juicio, son los mejores narradores en español menores de 35 años. Eso me ha traído a la cabeza que Vargas Llosa, con esa edad, ya tenía publicadas un puñado de novelas memorables (“La ciudad y los perros”, “La casa verde”, “Conversación en La Catedral”), y la pregunta que me hago (la curiosidad que tengo) es: realmente ¿cuántos de estos escritores jóvenes cuyos libros leo y cuyas bitácoras sigo habrán leído de verdad a Vargas Llosa?


(El rincón “Vargas Llosa” de mi biblioteca)

miércoles, 6 de octubre de 2010

EMPRENDEDORES Y PASIVOS

Mi amigo S. dice siempre que en el mundo hay dos tipos de personas: las que hacen cosas, y las que se pasan la vida mirando las cosas que hacen las primeras. Por un lado están aquellos que salen en la tele o en los periódicos porque han ganado una medalla, han salvado cien vidas, han descubierto una vacuna o han coronado varios ocho mil. Y luego están los que ven, leen o escuchan esas noticias. Hay gente que actúa y gente que mira. S. denomina a estos dos grupos “Emprendedores” y “Pasivos”. A su vez, dentro de los que miran, de los pasivos, mi amigo ha identificado dos subgrupos: el de los “Pasivos Acomodados”, que no aspiran a nada y son felices así, y un subgrupo que denomina “Pasivos Soñadores”, que aunque pasivos, tienen como máxima aspiración llegar a ser algún día como los emprendedores. El problema es que no tienen la fuerza de voluntad necesaria para conseguirlo. Cómo explicarlo… son todos aquellos tipos que quisieran escribir un gran libro o sacar la nota más alta en unas oposiciones, pero les falla la constancia, la voluntad, el esfuerzo para conseguirlo. La perseverancia.

Yo, cuando hablo con S., defiendo la inclusión de un tercer subgrupo dentro de los Pasivos. Básicamente, estaría constituido por todos aquellos sujetos que, habiendo adoptado un estilo de vida indiferente y despreocupado, dedican su tiempo a menospreciar los esfuerzos y/o logros de los demás. Los miembros de este amplio subgrupo todavía no tienen nombre, aunque a S. y a mí, provisionalmente, nos gusta categorizarlos como “Gilipollas”. A secas.