Como a todo el mundo, pienso, me persigue el azar. La casualidad. O, usando un término más de mi agrado, las “coincidencias”. Tal vez por eso me gusta tanto “La música del azar” de Auster. O la historia de las ciencias, repleta de jugosos ejemplos en los que lo accidental ha resultado determinante para muchos descubrimientos y avances científicos (desde la penicilina o el principio de Arquímedes hasta el velcro o muchos fármacos psicoactivos). Ahora mismo son las dos de la madrugada (1) y mi atención se reparte entre la A5 (que veo desde la ventana del hotel de Alcorcón donde vivo desde hace unos días) y las primeras páginas de Nocilla Lab que, curiosamente, giran en parte alrededor de una traducción al portugués de “La música del azar”.
Es en esta habitación de hotel donde horas antes me he enterado de que uno de los partidos de copa que faltaban por disputarse hoy era, vaya coincidencia, el Alcorcón-Athletic. A eso de las doce y pico salgo del hotel, con la sana intención de comprar una entrada en las taquillas del estadio, cuando me topo en la puerta con los jugadores del Bilbao bajando del autobús oficial, jaleados por decenas de fans contenidos tras las vallas protectoras.
Por la noche, tras finalizar el partido (30 euros, 0-1 y un vecino de asiento con tendencia a ambientar todos los insultos a los jugadores rivales en el mundo de los caracoles (2)) llego al hotel y llamo al ascensor. Estoy pensando que no me gusta nada el juego de los equipos que suele entrenar Caparrós cuando se abre el ascensor y aparece el propio Caparrós. El mundo es un pañuelo, pienso mientras entro en el ascensor con mi esposa y mi hijo pequeño, que deleita al entrenador del Athletic con uno de sus llantos espectaculares, y estoy pensando esto cuando me viene a la memoria una situación similar, vivida a finales de julio en Almagro, durante una representación de “El condenado por desconfiado”. En esa ocasión yo estoy sentado en una butaca del Hospital de San Juan, esperando el inicio del drama de Tirso de Molina, y mi mente no para de darle vueltas a una novela que acabo de leer hace apenas una hora. Esa novela es Alba Cromm, de Vicente Luis Mora, y durante los minutos siguientes mi pensamiento va saltando de la subcomisaria Cromm a algunos versos de Tiempo (poemario que también he leído hace poco y que, como la novela, me parecen muy interesantes), y de ahí al propio autor, con el que llegué a coincidir en contadas ocasiones en Palma del Río y Córdoba hace un siglo. Mientras una voz femenina informa al público que faltan tres minutos para que comience la representación, yo evoco el interés y la curiosidad con que solía leer las columnas que por entonces escribía en el diario de la capital aquel muchacho que era vecino de Dani, el guitarrista del grupo de rock donde un servidor aporreaba sin piedad (y, todo hay que decirlo, muy poco provecho) el bajo, y pienso en las vueltas que da la vida y en qué lejos quedan ya los días vividos en Palma del Río para mí, y no digamos para el autor de Alba Cromm, que desde hace algunos años reside en Albuquerque (Estados Unidos), cuando giro la cabeza y me lo encuentro sentado tres filas más atrás, con la mirada perdida, tal vez retraído en sus cosas como hace un segundo yo lo estaba en las mías.
Fue justamente mi amigo Dani quien me envió casi dos años antes (el 1 de agosto de 2008) un breve aunque afectuoso email en el que me informaba que en nuestro antiguo local de ensayo comenzaban ese día unas obras que lo iban a transformar en breve en varias oficinas. Adjuntas a su correo electrónico me mandaba unas fotografías tomadas recientemente por él en el local, y en ellas la cochera aparecía no muy distinta a cuando dejamos de frecuentarla, hace casi quince años. Me bastó un rápido vistazo al grafiti del guitarrista (que con tan poco tino yo había pintado en una de las paredes del local) para caer en la cuenta de la coincidencia: aquel heavy desmelenado había sido realizado el 1 de agosto de 1990, exactamente dieciocho años antes de que una cuadrilla de albañiles lo sepultara bajo una capa de yeso, convirtiéndolo en una ruina, en una capa más de mi mediocre historia personal.
Apenas un mes después de recibir el email de mi amigo pasé una temporada en Bury, una ciudad próxima a Manchester. La noche antes de volar hasta allí estuve buscando en Internet información sobre esta ciudad, y casualidades (o caprichos) de Google, acabé en el blog de Javier Marías, en concreto leyendo una entrada en la que hablaba de Richmand Crompton, la creadora del célebre “Guillermo Brown” (o, como se conoce en Inglaterra, “Just William”). Pues bien, dos días después, en uno de mis primeros paseos matutinos (en los que mantenía un enorme paraguas en una mano mientras tiraba del carrito de mi hija con la otra) descubrí que esta escritora vivió durante casi 20 años a apenas unas casas de la que ahora era mi hogar.
Y hablando de hogares… En la estación de Benalmádena me encontraba todas las mañanas con una preciosa chica pelirroja que, como yo, cogía el cercanías a Málaga para ir a la facultad. Nunca supe su nombre ni en qué carrera estaba matriculada. El caso es que daba igual el tren que yo cogiera; ella siempre estaba allí, en la estación, esperando. Era sin duda una bonita forma de comenzar el día cuando todavía faltaban horas para que se hiciera de día, la visión de un rostro maravilloso que una mañana desapareció para siempre y que fue el causante de uno de mis primeros relatos impublicables que (no podía ser de otra manera) se titulaba “Coincidencias” (3).
Supongo que podría seguir narrando numerosas casualidades que en momentos puntuales han marcado, o incluso guiado, mi vida. No obstante, y para finalizar, diré sólo que el azar ha tenido mucho que ver en que hoy viva donde vivo y sea lo que soy.
PD: hoy estaba en el parking del Hospital Sur de Alcorcón, esperando dentro del coche a que regresara mi mujer. Le estaba poniendo el termómetro al bebé (que al parecer se ha resfriado durante estos días de locura) cuando he divisado a apenas dos metros del coche a mi vecino de asiento en el Alcorcón-Athletic (aquel que tenía querencia a insultar al colegiado y a los jugadores del Bilbao con metáforas de moluscos gasterópodos), adentrándose en la cafetería del hospital con su impoluto uniforme de celador.
(1) Como casi siempre escribo por rachas. Eso hace que entre las primeras líneas de este post y las últimas disten varios días de distancia.
(2) Sirvan como ilustrativos ejemplos su “árbitro, eres como un caracol: baboso, cornudo y arrastrao” o el no menos ingenioso “Llorente, tienes más cuernos que un saco de caracoles”.
(3) Una versión mini de “Coincidencias” (aunque no por ello menos espeluznante y vergonzosa) puede leerse aquí.