(UNO)
A simple vista parecen una pareja normal, cenando en un restaurante normal del paseo marítimo de Torrevieja. Luego, cuando uno afina el oído y empieza a prestar atención a ciertos detalles, la situación se torna espeluznante. Bastará con saber que tanto él como ella deben de rondar los cincuenta, están casados (1), disfrutan de sus últimos días de vacaciones en Torrevieja (2) y les están infringiendo un rollo insufrible a una pareja de jóvenes guiris que (me juego a mi vieja) no van a olvidar esta cena en sus vidas. Sobra decir que los tortolitos (digamos que -por lo buena que está ella, por lo rosa que está él- parecen suecos) no son muy duchos en la lengua de Cervantes. Al chico (que está sentado enfrente, dos mesas por delante mía) no lo veo abrir la boca en toda la cena sino para esbozar una sonrisa de asentimiento que se va transmutando en una mueca forzada y vacía a medida que avanza la noche. La chica, en cambio, parece más comunicativa, y además de mover su cuello de arriba abajo de un modo compulsivo y frenético deja escapar de cuando en cuando algún lacónico “sí”, asociado siempre con un repertorio sofisticado de risitas tímidas y resignadamente asertivas.
Como la brisa agradable que llega del mar (3), el flujo de la conversación del matrimonio va y viene, lo que me impide captar la totalidad de su contenido. Por ejemplo, matices tan interesantes como los conectores (enlaces que dan fluidez al diálogo y permiten a los interlocutores trasladarse de un tema a otro con aparente naturalidad). Pese a todo, logro apuntar en mi móvil algunos extractos de este discurso memorable, los cuales dejo a continuación:
…que una cosa os quede muy clara: la iglesia miente; la ciencia no. (esta afirmación es la que me pone sobre aviso, la que me dice: “Almohada, pega la oreja que aquí hay tomate”).
…pero hoy, con los tiempos que corren, con el español y el inglés vas a todos lados. (esto, al igual que el resto de la conversación, lo dicen hablando más alto, más despacio y moviendo mucho las manos, como si la combinación de todos esos factores incrementara de modo significativo su competencia lingüística. O como si el sueco fuera como el español, aunque hablado más alto, más despacio y siempre acompañado de exagerados aspavientos motrices).
…porque las colonias de España en la época de Felipe II eran el mundo. O sea: el mundo. (yo, qué quieren que les diga, desconfío bastante de la gente que, al hablar, utiliza la expresión “o sea” para repetir exactamente lo mismo que acaba de decir. No sé…, me parece una actitud dogmática por cuanto elimina toda posibilidad de discusión (y, por tanto, de diálogo). Algo similar me ocurre con los que usan con idéntico fin expresiones como “de hecho…” o la más rotunda “y punto”. En muchos de estos casos, el uso compulsivo de estas coletillas suele esconder una latente (aunque manifiesta) estrechez mental y argumental, de ahí que cuando advierto en una conversación una profusión notable de “o seas”, “de hechos” y/o “y puntos”, acompañada de un aluvión de datos escupidos sin ton ni son, no puedo evitar imaginarme a esa persona ojeando la Quo mientras defeca (4).
…lo que no hagas hoy, mañana te arrepientes. (pensamiento profundo donde los haya, sobre todo cuando sale de los labios del verdugo que te está torturando).
…mi marido y yo somos de Torremormojón, Castilla y León. (para mí, sin duda, la mejor captura. A ver, es como si esa pareja de suecos casi prepuberales fueran y les dijeran a ustedes que son de Hudiksvall o de Söderhamm. Ubiquen eso (así, a bote pronto) en su mapa mental si tienen narices).
(DOS)
Un aspecto interesantísimo (de hecho, es lo que en un primer momento llama mi atención sobre ellos) es el modo en que el matrimonio invade el espacio personal de la tierna pareja mientras lo martiriza con su dialéctica insoportable. Esta flagrante y continua violación de su zona íntima es, desde mi punto de vista, una fantástica muestra del repertorio enorme de matices que encierra el comportamiento humano (5). Por esbozar sólo algunos detalles, digamos que ambos tienen la silla orientada hacia los jóvenes, casi en mitad del pasillo (con el consiguiente estorbo para el tránsito del resto de camareros y clientes). Constantemente les tocan los hombros y las manos. Hay un momento en que sus caras están tan cerca que el humo de sus cigarros (ambos fuman sin parar) y las micropulverizaciones de baba hacen encogerse al joven sueco hasta extremos que casi lindan con el contorsionismo. Por si esto fuera poco, el tono de voz tampoco ayuda (si yo puedo oír lo que dicen los torrejanos a varios metros de distancia, en mitad de un restaurante lleno hasta la bola que da a un paseo marítimo a reventar en esos momentos de gente, es fácil imaginar el volumen al que debe percibir la pareja de guiris las palabras de estos quemasangres).
(TRES)
Pero, de verdad, si cuento todo esto no es sino por la metamorfosis tan impresionante que tiene lugar en la conducta del matrimonio mayor, una vez que los suecos consiguen pagar y huir despavoridos. Todavía se distingue la silueta de los dos jóvenes a lo lejos cuando la pareja de Torremormojón, afectivamente hablando, ya se encuentra a millones de kilómetros de distancia el uno del otro. El lenguaje corporal, como hace un momento, es ilustrativo. Los cuerpos muestran ahora posturas claras de evitación. Las miradas siguen trayectorias opuestas, pululan en una franja inaccesible e inhóspita donde sólo parecen tener cabida sentimientos como el desprecio, la apatía o el odio. Ambos no intercambian ni una sola palabra en el cuarto de hora largo que transcurre hasta que finalmente pagan y se levantan de la mesa. Yo (todavía no sé muy bien por qué) respiro aliviado al verlos salir. Y me quedo así, como alelado, viéndolos marchar, pensando en que cabrían casi dos coches entre esas manos que llevarán dios sabe cuántos años sin caminar entrelazadas. Manos, cuerpos, personas que, como decía una canción mítica de La Especie, tal vez lleven demasiado tiempo alimentándose de “sueños nacidos de mentiras compartidas”.
NOTAS:
(1) Aprovechando una visita de la mujer al cuarto de baño logro distinguir con claridad una alianza en su anular derecho. Por el contrario, me resulta imposible atisbar en el hombre algún anillo de casado. No obstante, es él quien me proporciona la prueba definitiva de que ambos son matrimonio, cuando en un momento de la conversación/monólogo saca la cartera del bolsillo trasero de su pantalón y les enseña a los jóvenes unas fotografías de quienes tanto él como ella identifican con todo lujo de detalles (a) como sus vástagos.
a. Sus nombres, lo que han estudiado, en qué trabajan, donde viven, cómo son sus casas, cuántos hijos tienen, cómo se llaman, a qué colegios van… ¿sigo? En fin… ya les dije que lo de esta pareja era tremendo.
(2) Se marchan el miércoles (así se lo hace saber ella a un camarero, poco antes de pagar), para descanso de toda la población torrevejense (empadronados y turistas).
(3) ¡Dios, que oración más cursi! Con esto (parafraseando a P. I. Miñano) he tocado roca madre. Y como veo que se me puede hacer de noche, mejor no hurgo…
(4) Quién sabe si con la escatológica esperanza de poder excretar más adelante todos esos datos pseudocientíficos en el pestilente charco de mierda en el que han debido convertir su anodina vida social.
(5) Para mí, psicología en estado puro. Lo curioso es que estoy escribiendo esto y pienso en que yo jamás estudie cosas como esta en la facultad de psicología. De ahí mi pregunta: ¿qué narices se estudia entonces en la facultad de psicología?. Si esto no es psicología, ¿qué es entonces psicología?
Esto no lo has vivido tú, sino el Daniel1 inventado por Houellebecq reencarnado en Juan Almohada. Además, qué coño hacías tú en Torrevieja, ¿te tocó un apartamento en el Un, dos, tres?
ResponderEliminarEn fin, luego de irse del restaurante, la sueca me llamó para... ejem, y me contó lo que no lograste escuchar por culpa del camarero aquel tonto que no paraba de pasar por delante: que lo que en realidad querían los viejos de Torre del Mojón (sí, es lo que la sueca entendió del nombre del pueblo) era una intercambio swinger, pero que a su amigo sueco la vieja no le terminaba de gustar porque le recordaba demasiado a una tía suya de Huesca, y la cosa le hubiera resultado un medio incesto...
Ja,ja,ja. No te lo vas a creer, pero eso mismo le dije yo a mi señora, que el asunto me olía a intercambio de parejas.
ResponderEliminarRespecto a lo de Torrevieja, lo cierto es que ni yo mismo me lo explico. Dicen que la ciudad es un suplicio en verano, pero lo que yo vi (cabo Cervera) se asemejaba más a una ciudad abandonada tras un desastre nuclear que a una zona turística en temporada alta. Mirabas los bloques de apartamentos al caer el sol y ni había luces ni toallas colgadas. Todo abandonado, sin pintar, toda la calle libre para aparcar... En fin, que si estos son los apartamentos que tocaban en el Un, dos, tres, la verdad es que debieron quedarse todos sin entregar.
Quién sabe, tal vez el Daniel1 de Houellebecq no es producto de la ficción y malgasta sus días en compañía de una petarda como él en Torremormojón. Aunque, ahora que lo pienso, sospecho que el mundo no debe andar falto de quemasangres como esos dos.