A esta hora el puente esta desierto. Tal vez sea la madrugada el único momento de la jornada en el que uno puede atravesar este lugar sin verse rodeado de turistas, vendedores, carteristas, músicos o artistas callejeros. A esta hora miro las estatuas que me rodean con el mismo respeto con el que de pequeño miraba un cristo o una virgen cuando me colaba en la Iglesia, fuera del horario de misas. Es un desasosiego extraño, pueril, esa sensación de que si las miro ellas van a pestañear, me van a decir algo, como hablaba el Cristo en un entierro de “Antonia” (1).
Antes de abandonar el puente localizo la estatua de San Nicolás. Es mi estatua preferida. Es el sitio al que siempre vuelvo cuando estoy en Praga. El lugar donde, como he dicho, he quedado con Werfel, aunque espero que no sea para matarme. Todos tenemos un rincón favorito, un lugar escondido en una ciudad que visitamos que nos “caza”. Resulta curioso calificar el turístico Puente de Carlos como “lugar escondido”, pero basta andar por el como yo lo hago ahora, a las seis de la mañana, para sentir la soledad que trasciende y rezuma de todo lugar abarrotado. A las seis de la mañana no hay en el puente más ruido que el de mis pasos, el furor del Moldava bajo mis pies, el ritmo frenético de mi respiración al ver estupefacto como alguien, al inicio del puente, levanta de repente las manos y las agita enérgicamente, instándome a que me acerque hasta el.
