Si ahora mismo elaborara una lista con mis diez libros favoritos, estoy seguro de que, al menos, habría tres de Vargas Llosa. Por eso me ha alegrado tanto la concesión del Nobel al conjunto de su obra. Soy consciente de que toda elección es subjetiva (ni consagrando cada segundo de mi vida a la lectura podría abarcar sino una ínfima parte de los libros que debería leer para que mi juicio fuera ecuánime e imparcial), pero que después de tantos años leyendo de modo enfermizo uno recuerde con claridad el lugar y las circunstancias que rodearon la lectura de determinados libros, es para mí sinónimo de calidad literaria. Dicho esto, y a modo de ejemplos, recuerdo que “La guerra del fin del mundo” la leí de madrugada, en pleno invierno, mientras desandaba aterido de frío el camino hasta mi nueva casa manchega. Dando tumbos de farola en farola, más bien parecía un borracho a la caza de algo de luz que iluminara aquel tomo de letra diminuta que casi me cuesta la vista. Por su parte, “Conversación en La Catedral” (con seguridad la mejor novela que he leído hasta hoy) la descubrí de refilón mientras veía “Fresa y chocolate”, la compré un día después en Córdoba y la devoré sin descanso en la terraza del pequeño estudio de Benalmádena donde por entonces vivía (y, a duras penas, estudiaba). Como digo, sólo son dos ejemplos, pero adquieren valor si tenemos en cuenta que quien los recuerda es un ser de memoria quebradiza que apenas si sabría enumerar con mínimas garantías de éxito los títulos y autores que ha leído durante los últimos dos meses.
Lo cierto es que con el paso de los años me ha ido pasando con los libros como con las ciudades. Volver a ellos/as ha sido casi siempre sinónimo de desilusión. Con Vargas Llosa, sin embargo, cada relectura activa nuevos interrogantes que reestructuran y amplían el universo narrativo que el autor recrea en cada obra.
Justo estoy terminando de anotar estas divagaciones cuando el cartero deja en el buzón de casa el último número de la revista Quimera. En ella Jaime Rodriguez Z. firma una entrevista con Mario Vargas Llosa en la que, además de hablar de su nueva novela, argumenta por qué debemos dejar en paz al escritor. No lo tendrá fácil, pienso, a partir de ahora.
CUATRO DÍAS DESPUÉS: A veces, cuando entrevistan a escritores consagrados de edad ya respetable, algunos periodistas se muestran muy interesados en saber hasta qué punto estos narradores están al tanto de lo que escriben sus compañeros de profesión más jóvenes. Así, a bote pronto, he visto esta pregunta escrita en entrevistas realizadas a Delibes, Cela y, durante estos días, al propio Vargas Llosa. He tardado cuatro días en publicar esta entrada, y en parte he dejado pasar ese tiempo a posta. Quería ver en cuántos de los blogs literarios que frecuento aparecía algún comentario o reflexión sobre la concesión del Nobel a Vargas Llosa. La indiferencia ha sido total. Durante estos días las entradas en esas bitácoras han estado mayoritariamente centradas en el “autobombo” (me han dado tal premio, presento mi libro en tal sitio) o en comentar (cuando no criticar) la reciente lista elaborada por la revista Granta con los que, a su juicio, son los mejores narradores en español menores de 35 años. Eso me ha traído a la cabeza que Vargas Llosa, con esa edad, ya tenía publicadas un puñado de novelas memorables (“La ciudad y los perros”, “La casa verde”, “Conversación en La Catedral”), y la pregunta que me hago (la curiosidad que tengo) es: realmente ¿cuántos de estos escritores jóvenes cuyos libros leo y cuyas bitácoras sigo habrán leído de verdad a Vargas Llosa?
(El rincón “Vargas Llosa” de mi biblioteca)