Escribir el otro día sobre “Conversación en La Catedral” me ha hecho reflexionar acerca de las historias que suelen contener nuestros libros favoritos. No las ideadas por el autor, sino aquellas historias paralelas que, como lapas, se van adhiriendo a las páginas de la novela a medida que le vamos sumando lecturas. Son historias personales, vivencias asociadas a ese libro concreto que terminan por crear un rastro denso cuyas huellas son los pequeños objetos que vamos dejando abandonados en su interior. Todo esto conforma una suerte de estratigrafía íntima del lector-persona que una vez fuimos, una secuencia temporal desordenada de aquellos fragmentos de nuestra vida en los que este mamotreto de 669 páginas estuvo presente, y que en mi caso quedaría así:
Un primer vistazo a los restos que pueblan las tripas de mi ejemplar de “Conversación en La Catedral” nos ofrece dos tipos de datos: los objetivos y los recuerdos vinculados a esos objetos. Así, gracias a los primeros sabemos por ejemplo que el libro fue comprado en la librería Universitas (Córdoba), el 4 septiembre de 1.995, y que nos costó 2.440 pesetas (aunque el recibo pone 2.596).
El recuerdo asociado, por otro lado, es que adquirimos “Conversación en La Catedral” tras ver “Fresa y chocolate”, una genial película de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío en la que sus protagonistas hablan de este libro prohibido por el régimen cubano.
Pero, sobre todo, lo que encierra este montoncito de papeles es un cúmulo de pequeñas historias. Algunas extintas, como la contenida en el papel en blanco (tal vez la cuenta de un restaurante). O que quisiera olvidar, como la que hay tras esos dos pequeños dibujos realizados en Alcalá de Guadaira a finales del noventa y ocho.
También hay historias que, sencillamente, no deberían estar ahí. Es el caso de la precaria lista de personajes de “La guerra del fin del mundo” que debí confeccionar mientras leía esta gran novela, y que sólo ahora, mientras escribo esto, entiendo por qué he hallado en un libro equivocado. El motivo es que no tengo “La guerra del fin de mundo”. Presté (y perdí) mi ejemplar hace años a alguien cuya responsabilidad y amistad sobrevaloré obviamente, y todavía no lo he repuesto.
De entre todos estos objetos, hay dos por los que siento predilección, tal vez por el poder de evocación que tienen para mí. El primero de ellos es también el más pequeño. Apenas la esquina de una cartulina azul donde, a modo de chuleta, anoté hace siglos información de interés sobre unas oposiciones que realicé en Cuenca.
El otro es un abono mensual del cercanías que, hace casi veinte años, utilizaba casi a diario para trasladarme desde Arroyo de la Miel hasta el campus de Teatinos, en Málaga. Lo empleo como punto de lectura desde entonces, y aunque está destrozado para mí es un símbolo que representa todos los libros que devoré durante las miles de horas anuales que perdí trasladándome de un lugar a otro.
Avanzo y tomo conciencia de que hay objetos que se han ido quedando dentro del libro a medida que lo leía, por simple descuido o desidia, mientras que otros están ahí porque esa es la única forma que tenía para lograr que no se extraviaran. Es el caso, por ejemplo, de la cuartilla en la que mi hija emborronó hace un par de años su primera carta a los reyes Magos.
En definitiva, todos estos pequeños papeles y cartoncitos contribuyen a explicar el estado lamentable en que se encuentra hoy el libro, con la cubierta deslucida (a pesar de que, no sé por qué, lo forré en su momento) y los bordes redondeados por el (ab)uso. Prueba de ello es la página 161-162, que está despegada por completo. Igual ocurre con la primera hoja, aunque esta fue deliberadamente arrancada como consecuencia de una visita que Vargas Llosa realizó a Argamasilla de Alba hace unos años. Tengo la costumbre (o la manía) de firmar todos los libros que compro (en realidad los firmo, les pongo el precio, la fecha y el lugar donde los compré), y ante la perspectiva de que el maestro pudiera estampar su rúbrica en mi ejemplar decidí que lo mejor era arrancar esa primera página, vilmente profanada con mi firma de lector ególatra y posesivo. Al final, entre que aquello era una conferencia y no una firma de libros, y que me dio cierta vergüenza pelearme con otras cien personas para que el autor me autografiara un libro de hacía más de 40 años, desistí de acercarme.
Y hasta hoy.
Maravillosa y genial entrada....de las que justifican este oficio
ResponderEliminarPor oficio me refiero a qie TU sigas escribiendo
ResponderEliminarGracias, Juan Miguel. Me has sonrojado pero no sabes cómo ayudan y animan tus comentarios, sobre todo ahora que (parafraseando a mi madre) ando más perdío que una pava en un baile.
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