Las mañanas son tranquilas aquí, en el 124 de Chesham Road. Y comienzan muy pronto. Nunca después de las seis. Aquí no hay persianas. M. Descorre las cortinas. Amanece su tercer día en Bury Lancashire.
Las personas, poco a poco lo comprueba, son cada día las mismas: Un muchacho enorme con su uniforme (camisa blanca, chaqueta verde, pantalón negro o azul oscuro) y su mochila colgada que se dirige al colegio. Un muchacho pelirrojo repartiendo periódicos a golpe de pedal. Algún anciano distraído. Y poco más.
En el prado, a unos 300 metros de la carretera, M. ve a una mujer mayor recogiendo con una bolsa los excrementos de su perro. Le llama la atención. A fin de cuentas está en mitad del campo. Son las siete de la mañana. Nadie va a verla. Más tarde se lo comentará a Nicola. “Es la Ley”, le responde, mientras a M. le vienen a la cabeza todas las mierdas de perro que ha pisado o ha esquivado en su vida en España.
En el prado, a unos 300 metros de la carretera, M. ve a una mujer mayor recogiendo con una bolsa los excrementos de su perro. Le llama la atención. A fin de cuentas está en mitad del campo. Son las siete de la mañana. Nadie va a verla. Más tarde se lo comentará a Nicola. “Es la Ley”, le responde, mientras a M. le vienen a la cabeza todas las mierdas de perro que ha pisado o ha esquivado en su vida en España.
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